FRANCISCO JARAUTA, CATEDRÁTICO DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD DE MURCIA, IMPARTE UNA CONFERENCIA SOBRE EL ORIENTE DE MATISSE, ESTE JUEVES EN EL COLEGIO DE MÉDICOS A LAS 19:30 HORAS

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La confesión que Matisse hiciera en 1947 a Gaston Diehl – «La révélation m’est donc venue de l’Orient» – ha dado lugar a una intensa y compleja exégesis sobre la relevancia de las relaciones que la obra de Matisse mantuvo con las diferentes tradiciones orientales, entendiendo por tales, principalmente, las distintas tradiciones islámicas. A estos efectos, no resulta difícil señalar, en primer lugar y a título biográfico, aquellos momentos que el mismo Matisse subraya y que tienen que ver con sus curiosidades primeras acerca de las colecciones islámicas, persas o coptas que pudo visitar ya sea en el Louvre ya en el Musée des Arts Décoratifs de París y que tanta incidencia tuvieron en la formación de sus ideas estéticas. En este contexto podríamos recordar el lugar principal que ocupan dos fechas a las que Matisse hará especial referencia: la exposición de arte copto con ocasión de la Exposition Universelle de 1900 con sus pabellones turco, persa, egipcio, etc., y la Exposition des Arts Musulmans, coordinada por Gaston Migeon en el Musée des Arts Décoratifs en 1903, que irán definiendo las primeras etapas de aquellas afinidades secretas que, como indica en su texto principal Le chemin de la couleur, pasaban por el reconocimiento de una nueva confirmación. «Les miniatures persanes, par example, me montraient toute la possibilité de mes sensations. Je pouvais retrouver sur la nature comment elles doivent venir. Par ces accessoires, cet art suggère un espace plus grand, un véritable espace plastique. Cela m’aida á sortir de la peinture d’intimité». Es importante observar cómo Matisse establece aquí una relación que va más allá de lo que podría considerarse como una simple valoración filológica, tan frecuente en las recepciones de la época. No son tanto los elementos y sistemas iconográficos que aparecen en las colecciones citadas sino la idea que le sugiere un nuevo espacio plástico que muy pronto se convertirá en una de sus obsesiones pictóricas, 
y explorarlo será el foco principal de su atención. 
Pero fue sin duda alguna el viaje a Munich en octubre de 1910, para visitar la exposición organizada por Frederik Robert Martin y Friederich Sarre con el título Meisterwerke Muhammedanischer Kunst, el momento en el que la revelación de Oriente alcanza su cénit. Todas las anteriores ocasiones se dan cita ahora en la que recordará como la «extraordinaire Exposition de Munich». La exposición de Munich es la respuesta a largas décadas de estudios que tanto los museos como las universidades alemanas habían llevado acabo a lo largo de todo el siglo XIX. El interés apasionado por las civilizaciones antiguas, el desarrollo de modelos de análisis precisos, que hallaban en la filología su modelo teórico, las primeras hipótesis para un comparativismo avant la lettre sumamente eficaces, que habían tenido ya en Herder a su primer mentor, hacen que el sistema de representaciones del mundo antiguo y sus complejas tradiciones comiencen a ocupar la atención de los historiadores de las civilizaciones antiguas. Berlín, Viena, Munich ocupan un lugar privilegiado en este escenario. Hoy sigue siendo admirable el esfuerzo teórico y metodológico desarrollado en los distintos campos del análisis histórico, orientado principalmente a la reconstrucción de las formas de la cultura en su más amplio y variado espectro. 
Y fue en este contexto intelectual donde se desarrolló una creciente pasión por el coleccionismo antiguo, dando lugar a ricas y numerosas colecciones que permitieron reunir fondos varios del mundo antiguo, mostrando una primera representación de sus civilizaciones. Los museos de tipo universalista como el Louvre y el British comenzaron así sus colecciones y el culto del mundo antiguo se instauró en una sociedad nacida de la Restauración y dominada por el eclecticismo. Surgió así un nuevo mito del mundo antiguo que esta vez, gracias a las nuevas perspectivas del análisis histórico y a la superación de ciertas fronteras establecidas sobre las formas del arte harán posible una cartografía más amplia de las civilizaciones. 
Dentro de este marco de problemas, el trabajo desarrollado por Friederich Sarre y Wilhelm von Bode, en Munich y en Viena, resultó ejemplar para la historia y el coleccionismo de las artes orientales. Hay que tener en cuenta que ciertos criterios historiográficos y críticos habían relegado a un segundo plano a las artes decorativas, que en términos reales eran consideradas artes menores. Por eso, resultaba admirable y sorprendente la propuesta hecha por Friederich Sarre conducente a la exposición Meisterwerke Muhammedanischer Kunst. La atención prestada a las grandes tradiciones orientales que se reunían ahora en un conjunto cercano a las tres mil piezas, entre tapices, cerámicas, cristales, maderas, arquitectura, etc., mostraban en todo su esplendor un arte que ya no podía ser olvidado. Podemos imaginarnos la gran sala columnada de la Residenz con sus tapices persas, abásidas, fatimíes, safávidas, etc. El principal efecto de la exposición de Munich no era otro que el de poder contrastar y contraponer al gusto clásico, que tanto la arqueología como la historia del arte desde Schinkel a Semper habían impuesto, otra mirada que recorría, no sin una inevitable sensualidad, el muestrario riquísimo de las colecciones orientales expuestas para la ocasión. Por primera vez en la historia moderna, las relegadas artes menores se imponían con su secreta magnificencia. 
Apenas unos años antes, en 1893, Alois Riegl publicaba su trabajo Stilfragen, que renovaría los estudios sobre el problema del estilo y, por extensión, la teoría del ornamento y el lugar cultural de las artes decorativas. Heredero de una escuela historiográfica que iba de Jacob Burkhardt a Heinrich Wölfflin, Riegl acomete el programa más ambicioso para construir un sistema científico de la historia del arte. 
El punto de partida era la polémica contra el positivismo representada por Gottfried Semper. Si para el arquitecto hamburgués, el origen de las formas elementales de la decoración está en la técnica que produce los objetos y en las condiciones de los materiales, lo que Riegl pretende demostrar es precisamente lo contrario: la independencia de las formas decorativas respecto de la técnica y el material. Para la teoría del estilo de Semper la decoración textil, como una de las técnicas más elementales y frecuentes, estaba en el origen de las formas más estandarizadas. Riegl se recrea en contraponer formas similares realizadas en productos técnicamente dispares para señalar la independencia material de las mismas. En segundo lugar, Riegl mostrará la continuidad de estas formas en el tiempo e incluso a través de las culturas. Se trata de demostrar que la autonomía de los arquetipos formales se prolonga con independencia del milieu concreto, puesto que una vez configurados estos arquetipos adquieren una vida propia que les permite traslaciones en el espacio y el tiempo. 
Esta autonomía es remitida por Riegl a la categoría central de su análisis, la Kunstwollen o voluntad de forma, que recorre todo proceso artístico. Será la categoría la que articulará el análisis al que Riegl dedicará su atención. Ya en 1891 había editado en Leipzig un estudio sobre los tapices orientales, Altorientalische Teppiche, que señalaba la continuidad de motivos y elementos que servían de base a una «gramática» básica para las diversas configuraciones decorativas. 
Más allá de los modelos formalistas tan vigentes en la historiografía del arte, Riegl sugiere líneas de continuidad y evolución sorprendentes que recorren diferentes áreas culturales. Una progresiva metamorfosis de las formas que van del estilo geométrico lineal del origen, para llegar a los diferentes modelos heráldicos y culminar en los estilos orgánicos y florales, con el arabesco como elemento estructurante del arte islámico. Una precisa atención dedicará Riegl a las relaciones figura/fondo, dando a entender el espacio de posibles relaciones y combinaciones al interior del mismo sistema decorativo. Este laberinto de formas decorativas abrirá un nuevo campo no sólo para los historiadores del arte del siglo XX, sino también para quienes se preguntaban por la dirección a seguir en el dominio de las artes en la crisis del fin-de-siècle. Bastaría atender la importante recepción que tuvo la obra de Wilhelm Worringer de 1908, Abstraktion und Einfühlung, que se presentará como una «contribución a la psicología del estilo». Partiendo de los presupuestos de Riegl, Worringer pone en juego una verdadera estilística plástica desde la que abordar la historia del arte. Gótico y barroco serán las dos matrices fundamentales en las que se escenifica la poderosa Kunstwollen riegliana, al tiempo que definían desde diferentes paradigmas, cristalino y orgánico, el orden de combinaciones que recorrerán el fértil espacio de las artes decorativas. 
Si el contexto intelectual en el que se propone la exposición muniquesa hacía explícita una serie de problemas que coincidían con las preocupaciones de numerosos artistas –bastaría ver la atención con la que Kandinsky lee a Riegl y a Worringer– por una reorientación estética de la tradición moderna, fiel siempre a los presupuestos de la mimesis, podemos también imaginarnos la relación intuitivo-reflexiva que Matisse pudo establecer con las obras presentes en la exposición de Munich. Y si ya en el texto citado, Le chemin de la couleur, nos advierte que aquel arte le sugiere un nuevo y «veritable espace plastique», la búsqueda de este nuevo espacio podría ser el efecto principal que se produce en los días de Munich, más allá de la fascinación que le acompañará toda su vida. 
Ante él se presentaba un vasto sistema estético, construido sobre las artes menores, que ahora ponían en escena una idea de lo decorativo, pensado con una libertad y un rigor insospechados en Occidente. Contra la obsesión de la representación naturalista, aparecía ahora un mundo nuevo de libertad infinita cuyas reglas de composición estaban regidas por una combinatoria abierta que inauguraba un nuevo espacio plástico que le producía una creciente fascinación. Matisse podría haber afirmado como Delacroix: «Les plus beaux tableaux que j’ai vu sont certains tapis de Perse». 
Ya Riegl, en el capítulo IV de su Stilfragen, dedicado al arabesco, había sugerido que en la estética islámica podía observarse una «tendencia antinaturalista, orientada hacia la abstracción» y, también, la existencia de una ley que rige el sistema de relaciones infinitas y que pasa a ser la ley absolutamente fundamental en la constitución del arabesco y de la ornamentación de las superficies del arte islámico. Riegl sugiere incluso la idea de un arte próximo a una «pura superficie subjetiva» que reclama y activa, como si de un juego óptico se tratara, todas las sensaciones, tal como Matisse anotaba recordando los días de Munich. 
Podríamos ahora entender mejor el sentido de su confesión de 1947 a Gaston Diehl cuando afirma que «la révélation m’est venue de l’Orient». La contemplación de las obras de Munich le sugería ya ese espacio que va buscando. Un espacio marcado allí por la secuencia abierta de arabescos y escrituras que en su conjunto escapan al «petit espace» del realismo. «Il fallait sortir de l’imitation, même de celle de la lumière». Como bien dice Georges Duthuit, se trataba de afirmar la presencia contra la representación, lo que de alguna manera supondrá ya la reinvención de la pintura. 
Tras Munich se precipitarán nuevas circunstancias. La dolorosa muerte de su padre marcará, como dice Aragon, una nueva melancolía. Las dificultades con Shchukin, relativas a trabajos fundamentales de Matisse de aquellos años, generarán en el pintor un sentimiento de incomodidad. Y será a mediados de noviembre cuando inicie su viaje a España, apenas unas semanas después de abandonar Munich. En las galerías de la Residenz podía verse una serie de fotografías de los principales monumentos islámicos, entre ellos la mezquita de Córdoba y la Alhambra granadina, que de alguna forma pertenecían ya al imaginario matisiano. 
Matisse inicia este viaje guiado por la influencia y las inquietudes que habían nacido en la comentada exposición de Munich y cuyo impacto estético él mismo subrayó en los escritos referidos a aquella ocasión. El viaje a España se veía a priori condicionado por una serie de tópicos que la literatura de viajes francesa había ido construyendo. Los relatos de Théophile Gautier, Victor Hugo, Chateaubriand, por no incidir en una iconografía pintoresca que dominó el discurso sobre España a lo largo del siglo XIX, parecen ser ajenos a Matisse. Su interés se centrará en la obligada visita al Prado, por cuyas colecciones muestra una profunda admiración, y a algunos anticuarios madrileños a los que comprará piezas que pasarán a formar parte de sus colecciones e ilustrarán algunos de sus cuadros importantes en los años sucesivos. E inmediatamente emprenderá, en compañía de Francisco Iturrino, el viaje hacia Sevilla, Córdoba y Granada. El 11 de diciembre visitará finalmente los palacios nazaríes. Y en carta a Amélie escribirá: «L’Alhambra este une merveille. J’y ai resenti la plus grande émotion».
 
Dos eran las posibles miradas para un viajero de principios de siglo frente a la Alhambra. La literatura romántica había construido una serie de imágenes, más cercanas a la fantasía que a la historia, que transformaban el conocimiento y la memoria en un repertorio de lugares que servían de escenario a todos aquellos relatos que alimentaron sucesivamente el imaginario de unos tiempos hasta formar parte de la leyenda. Las grandes narraciones de los viajeros, Washington Irving entre otros, ayudaron a elaborar un relato fantástico en el que se reproducían los lugares fantasiosos del mundo oriental. Quizás sea difícil aceptarlo en su radicalidad, pero es Edward W. Said quien afirma que «Oriente es una construcción de Occidente», en su estudio Orientalism de 1978, que ha generado una riquísima polémica sobre el problema que nos ocupa. 
Una segunda lectura se aproxima más a las cuestiones debatidas en la historiografía que servía de contexto intelectual a la exposición de Munich y que de alguna manera le precede. Me refiero al trabajo de Owen Jones Grammar of Ornament, publicado en 1856, y que presta atención especial a la Alhambra como modelo de sistema decorativo islámico. Desde nuestro punto de vista, el trabajo de Jones puede considerarse como el esfuerzo más convincente contra la tendencia restauradora del movimiento historicista que, apoyándose en figuras como Ruskin o Viollet-le-Duc, orientaba el gusto de una cierta aristocracia europea resistente a las transformaciones derivadas de la Revolución industrial y de la Restauración. 
Owen Jones aborda la tarea de establecer las diferentes taxonomías de las culturas ornamentales del mundo para deducir de dicho análisis un principio general: «cada ornamento es ya una gramática». Y, si bien en ciertos estilos parecería percibirse la existencia de ciertas leyes generales, es necesario, sin embargo, atender las variaciones particulares en cada uno de los casos. Y si la Grammar se abre con el anuncio de treinta y siete proposiciones teóricas, el recorrido analítico de cada una de las tradiciones ornamentales sugerirá un orden constructivo preciso, regido en uno y otro caso por una «idea o gesto madre» (proposición 11), lo que implica la necesidad de observar los diferentes motivos del principio de la construcción. 
Para Owen Jones el sistema decorativo por excelencia es el de la Alhambra. Una excepcional armonía de la forma rige la combinación de los diferentes elementos que permite la realización de un sistema decorativo perfecto, capaz de exponer una belleza auténtica. Los trabajos que se desarrollarán siguiendo la línea abierta por Jones, como los de Christopher Dresser o el más ambicioso de William Morris en el campo de las artes aplicadas, pasarán a ser pronto los referentes en el amplio debate sobre las artes decorativas en la segunda mitad del siglo XIX. Y a finales de siglo se encontrarán con los estudios de Riegl y Worringer que hemos comentado anteriormente. Pero sin olvidar que, tanto en el caso de Jones como de Riegl, operan presupuestos afines desde los que se construirá una teoría que incidirá críticamente en la concepción misma de las artes decorativas y del ornamento. 
En el viaje de Matisse a España convergen todos estos elementos. Se podría decir, por una parte, que el punto de atención más alto ya está identificado desde los días de Munich y se orienta hacia la búsqueda de un nuevo «véritable espace plastique». Por otra, la verificación de ciertas ideas, a través de su encuentro con grandes monumentos islámicos como el Alcázar de Sevilla, la mezquita de Córdoba o los palacios nazaríes de la Alhambra, que se presentan a su mirada de una manera fascinante, hace que profundicen sus ideas acerca de la superación de un arte, fiel a la mimesis –«il fallait sortir de l’imitation»–, y que halle su referente en los grandes modelos decorativos observados ahora directamente.
 
Los dos cuadros que pintará en los días del viaje, ya de regreso a Sevilla tras la visita a la Alhambra, Sevilla I y Sevilla II, son ya como una primera respuesta a las ideas que se han ido acumulando a lo largo de los últimos meses. De alguna manera implican ya una nueva manera de mirar. Las obras no estarán determinadas ni por la técnica y los materiales ni por los elementos iconográficos utilizados. Distante, lejano del naturalismo, Matisse trasmuta el objeto para afirmar una nueva representación en la que domina lo visual. 
Pierre Schneider ha analizado estos cambios siguiendo la organización interna del sistema decorativo de Matisse. En un periodo muy breve, desde Bodegón con geranio (1910), a las obras de Sevilla y al Estudio rosa, pintado inmediatamente tras el regreso de su viaje a España –el primero de los cuatro «ateliers simphoniques» como los llama Jack Flam–, o hasta el Interior con berenjenas, pintado en Colliure durante el verano, Matisse da a su trabajo una complejidad nueva, en la que espacios y encuadres producirán una modificación de la mirada de quien los contempla, que desborda el primer estilo decorativo. Es como si todo lo visto a lo largo de aquellos últimos meses hubiera transformado no sólo la perspectiva de aquella pintura naturalista, que quedaba definitivamente atrás, sino que arrastraba a Matisse a dar pasos determinantes en la exploración del nuevo espacio. Nacen en este contexto nuevos dispositivos pictóricos que garantizan una aparente superficialidad. Todo queda suspendido de la inmaterialidad misma de las imágenes que parecen huir, presentándose en fuga, dando a la obra una apariencia de provisionalidad que se transforma al descubrir el complejo orden de las relaciones internas del cuadro. De los tejidos coptos a los tapices persas, de los esmaltes bizantinos a los palacios nazaríes, se irá produciendo una transformación de las ideas estéticas que se ve acompañada por las nuevas formas de mirar y pintar. A lo largo de este tiempo crecerán las distancias y Matisse construirá su personal síntesis de ideas en la que la tradición, a la que siempre perteneció, de los impresionistas a Cézanne, como afirma en una nota biográfica, se irá desplazando, llevado por la fascinación que le producirá el arte de Oriente. Muy pronto viajará a Moscú invitado por Shchukin, y allí nacerá una nueva fascinación al descubrir el mundo de los iconos rusos. «C’est plus tard que cet art m’a touché et que j’ai compris la peinture byzantine, devant les icôns à Moscou». Ha sido Rémi Labrousse quien, con gran acierto, ha señalado la importancia de esta relación de Matisse con el arte bizantino ya desde el viaje a Munich, relación que se amplía al encontrarse con la gran tradición de los iconos rusos. No es difícil entender de qué manera los problemas que presentan tanto el arte bizantino como las diferentes tradiciones eslavas, a lo largo de los siglos, acumulan nuevos problemas que se suman a los que el Oriente islámico había sugerido a Matisse. Una figura clave como la de Pável Florensky podría ser la lectura para mejor entender las verdaderas implicaciones de la ruptura que se produce en las ideas del arte a principios del Renacimiento. Matisse regresará de este viaje cargado de fascinaciones e ideas que orientarán su trabajo a lo largo de los próximos años. Desde la distancia que da el tiempo, confesará, sin rubor, «l’Orient nous a sauvé». 

ABSTRACT DE LA CONFERENCIA

 

La confesión que Matisse hiciera en 1947 a Gaston Diehl – «La révélation m’est donc venue de l’Orient» – ha dado lugar a una intensa y compleja exégesis sobre la relevancia de las relaciones que la obra de Matisse mantuvo con las diferentes tradiciones orientales, entendiendo por tales, principalmente, las distintas tradiciones islámicas.

 

A estos efectos, no resulta difícil señalar, en primer lugar y a título biográfico, aquellos momentos que el mismo Matisse subraya y que tienen que ver con sus curiosidades primeras acerca de las colecciones islámicas, persas o coptas que pudo visitar ya sea en el Louvre ya en el Musée des Arts Décoratifs de París y que tanta incidencia tuvieron en la formación de sus ideas estéticas.

 

En este contexto podríamos recordar el lugar principal que ocupan dos fechas a las que Matisse hará especial referencia: la exposición de arte copto con ocasión de la Exposition Universelle de 1900 con sus pabellones turco, persa, egipcio, etc., y la Exposition des Arts Musulmans, coordinada por Gaston Migeon en el Musée des Arts Décoratifs en 1903, que irán definiendo las primeras etapas de aquellas afinidades secretas que, como indica en su texto principal Le chemin de la couleur, pasaban por el reconocimiento de una nueva confirmación.

 

«Les miniatures persanes, par example, me montraient toute la possibilité de mes sensations. Je pouvais retrouver sur la nature comment elles doivent venir. Par ces accessoires, cet art suggère un espace plus grand, un véritable espace plastique. Cela m’aida á sortir de la peinture d’intimité».

 

Es importante observar cómo Matisse establece aquí una relación que va más allá de lo que podría considerarse como una simple valoración filológica, tan frecuente en las recepciones de la época. No son tanto los elementos y sistemas iconográficos que aparecen en las colecciones citadas sino la idea que le sugiere un nuevo espacio plástico que muy pronto se convertirá en una de sus obsesiones pictóricas, y explorarlo será el foco principal de su atención. 

 


Pero fue sin duda alguna el viaje a Munich en octubre de 1910, para visitar la exposición organizada por Frederik Robert Martin y Friederich Sarre con el título Meisterwerke Muhammedanischer Kunst, el momento en el que la revelación de Oriente alcanza su cénit. Todas las anteriores ocasiones se dan cita ahora en la que recordará como la «extraordinaire Exposition de Munich».

 

La exposición de Munich es la respuesta a largas décadas de estudios que tanto los museos como las universidades alemanas habían llevado acabo a lo largo de todo el siglo XIX. El interés apasionado por las civilizaciones antiguas, el desarrollo de modelos de análisis precisos, que hallaban en la filología su modelo teórico, las primeras hipótesis para un comparativismo avant la lettre sumamente eficaces, que habían tenido ya en Herder a su primer mentor, hacen que el sistema de representaciones del mundo antiguo y sus complejas tradiciones comiencen a ocupar la atención de los historiadores de las civilizaciones antiguas. Berlín, Viena, Munich ocupan un lugar privilegiado en este escenario.

 

Hoy sigue siendo admirable el esfuerzo teórico y metodológico desarrollado en los distintos campos del análisis histórico, orientado principalmente a la reconstrucción de las formas de la cultura en su más amplio y variado espectro. 

 


Y fue en este contexto intelectual donde se desarrolló una creciente pasión por el coleccionismo antiguo, dando lugar a ricas y numerosas colecciones que permitieron reunir fondos varios del mundo antiguo, mostrando una primera representación de sus civilizaciones.

 

Los museos de tipo universalista como el Louvre y el British comenzaron así sus colecciones y el culto del mundo antiguo se instauró en una sociedad nacida de la Restauración y dominada por el eclecticismo. Surgió así un nuevo mito del mundo antiguo que esta vez, gracias a las nuevas perspectivas del análisis histórico y a la superación de ciertas fronteras establecidas sobre las formas del arte harán posible una cartografía más amplia de las civilizaciones. 

 


Dentro de este marco de problemas, el trabajo desarrollado por Friederich Sarre y Wilhelm von Bode, en Munich y en Viena, resultó ejemplar para la historia y el coleccionismo de las artes orientales. Hay que tener en cuenta que ciertos criterios historiográficos y críticos habían relegado a un segundo plano a las artes decorativas, que en términos reales eran consideradas artes menores. Por eso, resultaba admirable y sorprendente la propuesta hecha por Friederich Sarre conducente a la exposición Meisterwerke Muhammedanischer Kunst.

 

La atención prestada a las grandes tradiciones orientales que se reunían ahora en un conjunto cercano a las tres mil piezas, entre tapices, cerámicas, cristales, maderas, arquitectura, etc., mostraban en todo su esplendor un arte que ya no podía ser olvidado. Podemos imaginarnos la gran sala columnada de la Residenz con sus tapices persas, abásidas, fatimíes, safávidas, etc.

 

El principal efecto de la exposición de Munich no era otro que el de poder contrastar y contraponer al gusto clásico, que tanto la arqueología como la historia del arte desde Schinkel a Semper habían impuesto, otra mirada que recorría, no sin una inevitable sensualidad, el muestrario riquísimo de las colecciones orientales expuestas para la ocasión. Por primera vez en la historia moderna, las relegadas artes menores se imponían con su secreta magnificencia. 

 

Apenas unos años antes, en 1893, Alois Riegl publicaba su trabajo Stilfragen, que renovaría los estudios sobre el problema del estilo y, por extensión, la teoría del ornamento y el lugar cultural de las artes decorativas. Heredero de una escuela historiográfica que iba de Jacob Burkhardt a Heinrich Wölfflin, Riegl acomete el programa más ambicioso para construir un sistema científico de la historia del arte. 

 


El punto de partida era la polémica contra el positivismo representada por Gottfried Semper. Si para el arquitecto hamburgués, el origen de las formas elementales de la decoración está en la técnica que produce los objetos y en las condiciones de los materiales, lo que Riegl pretende demostrar es precisamente lo contrario: la independencia de las formas decorativas respecto de la técnica y el material.

 

Para la teoría del estilo de Semper la decoración textil, como una de las técnicas más elementales y frecuentes, estaba en el origen de las formas más estandarizadas. Riegl se recrea en contraponer formas similares realizadas en productos técnicamente dispares para señalar la independencia material de las mismas. En segundo lugar, Riegl mostrará la continuidad de estas formas en el tiempo e incluso a través de las culturas. Se trata de demostrar que la autonomía de los arquetipos formales se prolonga con independencia del milieu concreto, puesto que una vez configurados estos arquetipos adquieren una vida propia que les permite traslaciones en el espacio y el tiempo. 

 


Esta autonomía es remitida por Riegl a la categoría central de su análisis, la Kunstwollen o voluntad de forma, que recorre todo proceso artístico. Será la categoría la que articulará el análisis al que Riegl dedicará su atención. Ya en 1891 había editado en Leipzig un estudio sobre los tapices orientales, Altorientalische Teppiche, que señalaba la continuidad de motivos y elementos que servían de base a una «gramática» básica para las diversas configuraciones decorativas. 

 


Más allá de los modelos formalistas tan vigentes en la historiografía del arte, Riegl sugiere líneas de continuidad y evolución sorprendentes que recorren diferentes áreas culturales. Una progresiva metamorfosis de las formas que van del estilo geométrico lineal del origen, para llegar a los diferentes modelos heráldicos y culminar en los estilos orgánicos y florales, con el arabesco como elemento estructurante del arte islámico. Una precisa atención dedicará Riegl a las relaciones figura/fondo, dando a entender el espacio de posibles relaciones y combinaciones al interior del mismo sistema decorativo.

 

Este laberinto de formas decorativas abrirá un nuevo campo no sólo para los historiadores del arte del siglo XX, sino también para quienes se preguntaban por la dirección a seguir en el dominio de las artes en la crisis del fin-de-siècle. Bastaría atender la importante recepción que tuvo la obra de Wilhelm Worringer de 1908, Abstraktion und Einfühlung, que se presentará como una «contribución a la psicología del estilo».

 

Partiendo de los presupuestos de Riegl, Worringer pone en juego una verdadera estilística plástica desde la que abordar la historia del arte. Gótico y barroco serán las dos matrices fundamentales en las que se escenifica la poderosa Kunstwollen riegliana, al tiempo que definían desde diferentes paradigmas, cristalino y orgánico, el orden de combinaciones que recorrerán el fértil espacio de las artes decorativas. 

 

Si el contexto intelectual en el que se propone la exposición muniquesa hacía explícita una serie de problemas que coincidían con las preocupaciones de numerosos artistas –bastaría ver la atención con la que Kandinsky lee a Riegl y a Worringer– por una reorientación estética de la tradición moderna, fiel siempre a los presupuestos de la mimesis, podemos también imaginarnos la relación intuitivo-reflexiva que Matisse pudo establecer con las obras presentes en la exposición de Munich.

 

Y si ya en el texto citado, Le chemin de la couleur, nos advierte que aquel arte le sugiere un nuevo y «veritable espace plastique», la búsqueda de este nuevo espacio podría ser el efecto principal que se produce en los días de Munich, más allá de la fascinación que le acompañará toda su vida. 

 


Ante él se presentaba un vasto sistema estético, construido sobre las artes menores, que ahora ponían en escena una idea de lo decorativo, pensado con una libertad y un rigor insospechados en Occidente. Contra la obsesión de la representación naturalista, aparecía ahora un mundo nuevo de libertad infinita cuyas reglas de composición estaban regidas por una combinatoria abierta que inauguraba un nuevo espacio plástico que le producía una creciente fascinación. Matisse podría haber afirmado como Delacroix: «Les plus beaux tableaux que j’ai vu sont certains tapis de Perse». 

 


Ya Riegl, en el capítulo IV de su Stilfragen, dedicado al arabesco, había sugerido que en la estética islámica podía observarse una «tendencia antinaturalista, orientada hacia la abstracción» y, también, la existencia de una ley que rige el sistema de relaciones infinitas y que pasa a ser la ley absolutamente fundamental en la constitución del arabesco y de la ornamentación de las superficies del arte islámico. Riegl sugiere incluso la idea de un arte próximo a una «pura superficie subjetiva» que reclama y activa, como si de un juego óptico se tratara, todas las sensaciones, tal como Matisse anotaba recordando los días de Munich. 

 


Podríamos ahora entender mejor el sentido de su confesión de 1947 a Gaston Diehl cuando afirma que «la révélation m’est venue de l’Orient». La contemplación de las obras de Munich le sugería ya ese espacio que va buscando. Un espacio marcado allí por la secuencia abierta de arabescos y escrituras que en su conjunto escapan al «petit espace» del realismo. «Il fallait sortir de l’imitation, même de celle de la lumière». Como bien dice Georges Duthuit, se trataba de afirmar la presencia contra la representación, lo que de alguna manera supondrá ya la reinvención de la pintura. 

 


Tras Munich se precipitarán nuevas circunstancias. La dolorosa muerte de su padre marcará, como dice Aragon, una nueva melancolía. Las dificultades con Shchukin, relativas a trabajos fundamentales de Matisse de aquellos años, generarán en el pintor un sentimiento de incomodidad. Y será a mediados de noviembre cuando inicie su viaje a España, apenas unas semanas después de abandonar Munich. En las galerías de la Residenz podía verse una serie de fotografías de los principales monumentos islámicos, entre ellos la mezquita de Córdoba y la Alhambra granadina, que de alguna forma pertenecían ya al imaginario matisiano. 

 


Matisse inicia este viaje guiado por la influencia y las inquietudes que habían nacido en la comentada exposición de Munich y cuyo impacto estético él mismo subrayó en los escritos referidos a aquella ocasión. El viaje a España se veía a priori condicionado por una serie de tópicos que la literatura de viajes francesa había ido construyendo. Los relatos de Théophile Gautier, Victor Hugo, Chateaubriand, por no incidir en una iconografía pintoresca que dominó el discurso sobre España a lo largo del siglo XIX, parecen ser ajenos a Matisse.

 

Su interés se centrará en la obligada visita al Prado, por cuyas colecciones muestra una profunda admiración, y a algunos anticuarios madrileños a los que comprará piezas que pasarán a formar parte de sus colecciones e ilustrarán algunos de sus cuadros importantes en los años sucesivos. E inmediatamente emprenderá, en compañía de Francisco Iturrino, el viaje hacia Sevilla, Córdoba y Granada. El 11 de diciembre visitará finalmente los palacios nazaríes.

 

Y en carta a Amélie escribirá: «L’Alhambra este une merveille. J’y ai resenti la plus grande émotion». Dos eran las posibles miradas para un viajero de principios de siglo frente a la Alhambra. La literatura romántica había construido una serie de imágenes, más cercanas a la fantasía que a la historia, que transformaban el conocimiento y la memoria en un repertorio de lugares que servían de escenario a todos aquellos relatos que alimentaron sucesivamente el imaginario de unos tiempos hasta formar parte de la leyenda. Las grandes narraciones de los viajeros, Washington Irving entre otros, ayudaron a elaborar un relato fantástico en el que se reproducían los lugares fantasiosos del mundo oriental.

 

Quizás sea difícil aceptarlo en su radicalidad, pero es Edward W. Said quien afirma que «Oriente es una construcción de Occidente», en su estudio Orientalism de 1978, que ha generado una riquísima polémica sobre el problema que nos ocupa. 

 


Una segunda lectura se aproxima más a las cuestiones debatidas en la historiografía que servía de contexto intelectual a la exposición de Munich y que de alguna manera le precede. Me refiero al trabajo de Owen Jones Grammar of Ornament, publicado en 1856, y que presta atención especial a la Alhambra como modelo de sistema decorativo islámico. Desde nuestro punto de vista, el trabajo de Jones puede considerarse como el esfuerzo más convincente contra la tendencia restauradora del movimiento historicista que, apoyándose en figuras como Ruskin o Viollet-le-Duc, orientaba el gusto de una cierta aristocracia europea resistente a las transformaciones derivadas de la Revolución industrial y de la Restauración. 

 


Owen Jones aborda la tarea de establecer las diferentes taxonomías de las culturas ornamentales del mundo para deducir de dicho análisis un principio general: «cada ornamento es ya una gramática». Y, si bien en ciertos estilos parecería percibirse la existencia de ciertas leyes generales, es necesario, sin embargo, atender las variaciones particulares en cada uno de los casos. Y si la Grammar se abre con el anuncio de treinta y siete proposiciones teóricas, el recorrido analítico de cada una de las tradiciones ornamentales sugerirá un orden constructivo preciso, regido en uno y otro caso por una «idea o gesto madre» (proposición 11), lo que implica la necesidad de observar los diferentes motivos del principio de la construcción. 

 


Para Owen Jones el sistema decorativo por excelencia es el de la Alhambra. Una excepcional armonía de la forma rige la combinación de los diferentes elementos que permite la realización de un sistema decorativo perfecto, capaz de exponer una belleza auténtica. Los trabajos que se desarrollarán siguiendo la línea abierta por Jones, como los de Christopher Dresser o el más ambicioso de William Morris en el campo de las artes aplicadas, pasarán a ser pronto los referentes en el amplio debate sobre las artes decorativas en la segunda mitad del siglo XIX. Y a finales de siglo se encontrarán con los estudios de Riegl y Worringer que hemos comentado anteriormente.

 

Pero sin olvidar que, tanto en el caso de Jones como de Riegl, operan presupuestos afines desde los que se construirá una teoría que incidirá críticamente en la concepción misma de las artes decorativas y del ornamento. 

 


En el viaje de Matisse a España convergen todos estos elementos. Se podría decir, por una parte, que el punto de atención más alto ya está identificado desde los días de Munich y se orienta hacia la búsqueda de un nuevo «véritable espace plastique».

 

Por otra, la verificación de ciertas ideas, a través de su encuentro con grandes monumentos islámicos como el Alcázar de Sevilla, la mezquita de Córdoba o los palacios nazaríes de la Alhambra, que se presentan a su mirada de una manera fascinante, hace que profundicen sus ideas acerca de la superación de un arte, fiel a la mimesis –«il fallait sortir de l’imitation»–, y que halle su referente en los grandes modelos decorativos observados ahora directamente. Los dos cuadros que pintará en los días del viaje, ya de regreso a Sevilla tras la visita a la Alhambra, Sevilla I y Sevilla II, son ya como una primera respuesta a las ideas que se han ido acumulando a lo largo de los últimos meses.

 

De alguna manera implican ya una nueva manera de mirar. Las obras no estarán determinadas ni por la técnica y los materiales ni por los elementos iconográficos utilizados. Distante, lejano del naturalismo, Matisse trasmuta el objeto para afirmar una nueva representación en la que domina lo visual. 

 


Pierre Schneider ha analizado estos cambios siguiendo la organización interna del sistema decorativo de Matisse. En un periodo muy breve, desde Bodegón con geranio (1910), a las obras de Sevilla y al Estudio rosa, pintado inmediatamente tras el regreso de su viaje a España –el primero de los cuatro «ateliers simphoniques» como los llama Jack Flam–, o hasta el Interior con berenjenas, pintado en Colliure durante el verano, Matisse da a su trabajo una complejidad nueva, en la que espacios y encuadres producirán una modificación de la mirada de quien los contempla, que desborda el primer estilo decorativo.


Es como si todo lo visto a lo largo de aquellos últimos meses hubiera transformado no sólo la perspectiva de aquella pintura naturalista, que quedaba definitivamente atrás, sino que arrastraba a Matisse a dar pasos determinantes en la exploración del nuevo espacio. Nacen en este contexto nuevos dispositivos pictóricos que garantizan una aparente superficialidad.

 

Todo queda suspendido de la inmaterialidad misma de las imágenes que parecen huir, presentándose en fuga, dando a la obra una apariencia de provisionalidad que se transforma al descubrir el complejo orden de las relaciones internas del cuadro. De los tejidos coptos a los tapices persas, de los esmaltes bizantinos a los palacios nazaríes, se irá produciendo una transformación de las ideas estéticas que se ve acompañada por las nuevas formas de mirar y pintar.

 

A lo largo de este tiempo crecerán las distancias y Matisse construirá su personal síntesis de ideas en la que la tradición, a la que siempre perteneció, de los impresionistas a Cézanne, como afirma en una nota biográfica, se irá desplazando, llevado por la fascinación que le producirá el arte de Oriente. Muy pronto viajará a Moscú invitado por Shchukin, y allí nacerá una nueva fascinación al descubrir el mundo de los iconos rusos. «C’est plus tard que cet art m’a touché et que j’ai compris la peinture byzantine, devant les icôns à Moscou».

 

Ha sido Rémi Labrousse quien, con gran acierto, ha señalado la importancia de esta relación de Matisse con el arte bizantino ya desde el viaje a Munich, relación que se amplía al encontrarse con la gran tradición de los iconos rusos. No es difícil entender de qué manera los problemas que presentan tanto el arte bizantino como las diferentes tradiciones eslavas, a lo largo de los siglos, acumulan nuevos problemas que se suman a los que el Oriente islámico había sugerido a Matisse.

 

Una figura clave como la de Pável Florensky podría ser la lectura para mejor entender las verdaderas implicaciones de la ruptura que se produce en las ideas del arte a principios del Renacimiento. Matisse regresará de este viaje cargado de fascinaciones e ideas que orientarán su trabajo a lo largo de los próximos años. Desde la distancia que da el tiempo, confesará, sin rubor, «l’Orient nous a sauvé». 

 

Francisco Jarauta

 

 

Información publicada el 23 de septiembre de 2014

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